Malanoche, por Iván Olguín

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Aquel año conseguí eludir tres invitaciones para la cena navideña: la de mis padres, la de mi jefa y la de una pareja de amigos. Pero no pude evitarlo a él, que se apareció a la mitad de la noche. Eran las vísperas de Navidad y yo era el único pasajero en ese vagón. El tren acababa de partir. Me había tomado un par de calmantes y poco a poco me fui quedando dormido. No recuerdo cuanto tiempo estuve así, pero debo haber dormido un par de horas. Me despertó un fuerte olor a madera verde, a savia de pino. Cuando levanté la vista lo vi allí, en el asiento contiguo. Estaba registrando mi maleta.

No soy un amante de los viajes, pero aquel año, cuando Emilia se marchó, pretendí serlo. Había decidido viajar en nochebuena, pese a la insistencia de mi familia y algunos de mis amigos… los que me quedaban tras el quiebre. Me había encargado de que ella también lo supiera, con la esperanza de que intentara detenerme. Qué iluso era. Se dice que quienes viajan mucho han dejado de buscar los lugares a los que llegan y tan solo huyen de los que dejan. Yo huía de esa horrorosa sensación de abandono.

Emilia amaba la Navidad y ahora que no estaba, había reaparecido la indiferencia que siempre tuve por esa celebración. Digo indiferencia, pero la palabra más apropiada sería “desprecio”. Tal vez un punto medio. La distinción es importante, pues nunca había permitido que la indiferencia me llevase a aislarme.

El tren retomó la marcha.

En cuanto vio que había despertado se puso de pie y se perdió por la puerta trasera, dejando todas mis pertenencias cubiertas de un líquido viscoso y amarillento. De allí el olor a savia. Salí tras él y al poco rato lo encontré sentado sobre el acople del vagón, balanceando sus pies por encima de los rieles. Creo que me estaba esperando, lo noté en sus ojos acuosos que daban la impresión de estarse derritiendo. No sabría decir por qué lo hice, pero le ofrecí un cigarrillo.

Sabía que no se trataba de un tipo normal, pero la “normalidad” es una cuestión subjetiva, que va mutando, dependiendo de las etapas de nuestras vidas. Por aquel entonces el abanico de lo tolerable era bastante amplio, para ser sincero. Desde que Emilia se había ido, yo me había convertido en algo parecido a un fantasma que recorría el país ignorando cualquier panorama que se me antojase “típico”. Me alejaba deliberadamente de otros viajeros y solo entablaba conversación con aquellos que estaban demasiado borrachos para responderme. O con aquellas personas que estaba seguro de que nunca volvería a ver. Él calificaba en este segundo grupo.

Nos bajamos en la siguiente estación. Las luces de navideñas a ambos costados de la calle formaban un camino multicolor que se perdía en la oscuridad de la noche. “La soledad es un mal silencioso, esta Navidad apóyate en tus seres queridos” leí en un cartel que se alzaba por encima de la avenida.

No tuve que invitarlo. Yo agradecía su compañía y él parecía darlo por hecho. Caminamos en silencio buscando un bar abierto en nochebuena. Su olor a savia y madera verde me resultaba empalagoso y cada vez se sentía más fuerte, hasta el punto de hacerse irritante. Decidí no prestarle atención. En el camino yo le había contado parte de mi vida. De mi tragedia reciente. Le enseñé el regalo que había comprado para Emilia. Uno que nunca le podría entregar. Se trataba de una pequeña cigarrera de cristal, grabada con su nombre. Él intentó arrebatármela. Fue la primera señal.

Tardamos casi una hora en encontrar un lugar, probablemente el único en toda la ciudad. Se había formado una multitud.

No habíamos terminado la primera botella cuando él dio rienda suelta a sus bajos instintos. Comenzó a intimidar a las personas que se nos acercaban, les gruñía y los ahuyentaba con empujones. Agredió a un muchacho. Antes de que los separaran, lo tomó por el brazo empapándolo con ese líquido viscoso. El chico gritaba de dolor. Le quedó una enorme quemadura allí donde la mano de mi acompañante lo había tocado.

Él se iba trasformando. Sus ojos ahora se confundían con las líneas amarillentas bajo sus párpados cubiertos de savia reseca. Su rostro se llenó de pequeños insectos que se perdían por debajo de su cuello. Sus manos tomaron un aspecto esquelético, que contrastaba con el líquido casi fluorescente que emanaba de sus uñas.

Con cada segundo fui más consiente de la situación. Como dije, la normalidad es un concepto extremadamente moldeable. Su sadismo aumentaba rápidamente. Decidió escupir a quien se cruzase por su camino. Algunos cayeron al suelo sin entender por qué de pronto sus rostros ardían. Se trenzó a golpes con los guardias y los meseros. Yo intentaba detenerlo, pero estaba fuera de control. Decidí esconderme, pero no tardó en encontrarme. Cada vez era más agresivo. Cerca de la medianoche intentó empujarme por uno de los balcones. Apenas pude quitármelo de encima.

No sabía cómo deshacerme de él. Después del último incidente nos echaron del lugar. Yo me había escondido entre la muchedumbre que salía, pero todavía podía sentir su inquietante olor a savia cerca. Parecía una pesadilla. Quise volver a casa y abrazar a mis padres. Compartir con mis hermanos. Ver sonreír a mis sobrinos. Sentir el olor de la comida recién servida, el olor del pino que mi abuelo metía en la casa pese a las quejas de mi madre. Decidí correr a la estación. Todavía estaba a tiempo.

Él me esperaba en el andén. Lo supe enseguida, porque su olor podía sentirse desde las escaleras. Lo encontré arrastrándose por el suelo, como un ciempiés, impregnando las baldosas con su viscoso sudor. Había arrancado las sogas de los separadores y se las había amarrado alrededor del cuello. Cuando me vio entrar comenzó a llorar. Luego ese llanto se transformó en un rugido que hizo temblar el piso y trizó las mamparas.

Corrí al interior del tren y me encerré en uno de los compartimientos. Afirmé todo mi peso contra la puerta. Él comenzó a embestirla. Uno de los golpes azotó mi cabeza contra la mesa y me partió el labio. El olor a savia era más intenso que nunca. El líquido se colaba por debajo de la puerta. En un descuido afirmé mi mano sobre aquella sustancia y el ardor recorrió toda mi extremidad. Solo quien ha tenido la desdicha de ser abrazado por las llamas entenderá de lo que hablo y podrá hacerse una idea del dolor que experimenté.

Con los ojos llorosos maldije el momento en que le ofrecí ese cigarrillo. El seguía pateando la puerta y yo la oía astillarse. Cuando me di cuenta de que no resistiría, ya era demasiado tarde. Se arrastró por un pequeño espacio abierto como una serpiente al eclosionar. En los contornos iba dejando restos de aquel sudor corrosivo. Las paredes se cubrieron de enormes manchas mohosas, como un árbol consumido por la peste. Se paró frente a mí con la soga aun colgándole del cuello. Nos miramos fijamente. Noté que el cuero cabelludo se le había desprendido y ahora colgaba grotescamente de su cabeza, cubriendo la mitad de su rostro. Estiró su mano e intentó tocar mi labio que aún sangraba. Quise esquivarlo, pero no fui lo suficientemente rápido. Sus manos viscosas me tomaron por la camisa y me golpearon con fuerza contra la pared. Sin soltarme acercó su rostro al mío y mordió su labio hasta hacerse una herida idéntica a la mía. “Ya somos uno” murmuró con voz espectral.

Volvió a lanzarme contra la mesilla del compartimiento. Caí al suelo aturdido por el dolor. Él se quitó la soga del cuello y la envolvió alrededor del mío. Allí tendido sentí la cigarrera de Emilia en el bolsillo. Cuando me levantó asido de la cuerda yo ya tenía una idea de lo que me esperaba. Apreté con fuerza la cigarrera hasta partirla y le clavé una de las mitades justo en el ojo. Rugió como una bestia furiosa, de su cuerpo comenzó a emanar un vapor pestilente. Se derretía. Sus chillidos se podían oír a kilómetros de distancia, de eso no tengo ninguna duda. El gas por poco me alcanza. Apenas tuve tiempo para ponerme de pie y salir corriendo.

 “La soledad es un mal silencioso…” volví a leer cuando llegué a la calle. Tardé un rato en recuperar el aliento. Miré por última vez hacia la estación. Lo vi allí, arrastrarse por las escaleras, buscándome. Arrojé la otra mitad de la cigarrera lo más lejos que pude. Volví a casa caminando.

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Doris

Excelente. Atrapa hasta el final.

Iván Olguín

Muchas gracias Doris por tu comentario 😀

Mariana

Interesante tu cuento y como dice Doris, atrapa. Me voy a permitir sugerirte dos cambios en la ortografía: dónde pusiste «Qué iluso era», tienes que escribirlo entre signos de exclamación.
Más abajo hablas de «ser abrazado por las llamas», abrasado es con «s», cuando se trata de fuego.
Felicitaciones, porque sabes cautivar a los lectores.

Iván Olguín

Gracias por tus comentarios Mariana, y también por las correcciones ¡qué vergüenza!jaja
Te mando un abraco jajaja

Laura

Entretenido…me capturó…de principio a fin

Iván Olguín

Muchas gracias Laura, me alegra que te haya gustado

Cecilia Saa Bahamondes

Me gusta mucha este cuento, en especial por la convivencia entre lo real y el interior. Los monstruos q escondemos muchas veces son peor q la realidad. Este monstruo estaba perfectamente descrito!!

Iván Olguín

Muchas gracias Ceci, para mí es un alivio que se capte esa idea. Sufrí mucho haciendo las correcciones.
Estuve leyendo tus microrrelatos en fempatagonia, felicitaciones! me gustaron mucho 😀

Francia

Me fui en la volada leyendo tu historia…aún estoy arrancando de la muerte!! No quiero aislarme, la soledad es un mal silencioso 😱

R.R.

Un verdadero monstruo. Felicitaciones Iván.

Iván Olguín

Muchas gracias Ronnie!! (Eres Ronnie vdd? 🤞🏼)

Oscar

Excelente narrativa y muy al estilo de ese Gran Edgar Allan Poe.Una temática cuyo terror es existencial,y de su propia alma atormentada por el olor.

Iván Olguín

Gracias Oscar por tu comentario, me alegra que te haya gustado. Fue mucho trabajo.

carmen sarue

Atrapada y asustada. Tanta imaginación y buena pluma!

Iván Olguín

Mucha gracias Carmen, este tipo de comentarios motivan mucho! 😀

Francisco Antonio Bustos Úbeda

Después de leer este espeluznante cuento, es casi imposible Iván ,no evocar a José Donoso con su novela laberíntica y ominosa Ël obsceno pájaro de la noche¨
Con este breve relato logras el mismo efecto en los lectores; que no es más que una visión grotesca del subconsciente, de las relaciones humanas

Iván Olguín

Francisco, muchas gracias por tu comentario. Me han dicho que los tres autores chilenos más importantes del siglo pasado son José Donoso, Manuel Rojas y Roberto Bolaño, yo sólo he leído al último (obsesivamente), creo que ya es momento de pasar al siguiente.
muchas gracias!

Nancy Emilse

Realmente atrapante! Aunque muy tarde y con fanas de dormir,lo leí hasta el final.La dantasmas interiores nos persiguen a donde vayamos.

Iván Olguín

Nancy, muchas gracias por tu comentario y por dedicarle tiempo de sueño a mi relato jaja

María Angélica San Martín

Es un cuento del subconsciente.
Lo voy a releer.

Iván Olguín

Gracias María Angélica, ojalá te re-guste 😛

Juan Carlos Muñoz

Grotesco, sí. Hediondo, sí. Desagradable y violento. Relato bien llevado hasta el final. Captura, sí. Ingenioso, sí. Felicitaciones Iván.
P.D.: Esos calmantes deben tener algo que ver.

Iván Olguín

Muchas gracias Juan Carlos, la moraleja es no mezclar calmantes con alcohol, claramente.

Darío

Un relato escalofriante de principio a fin. Imposible dejar de leer. Entretenido y cautivan te. El terror causado por los demonios internos que escaparon, me imagino, cuando el personaje pierde a su mujer, da muestra del desequilibrio emocional que sufre el protagonista y quiere volver con sus padres para deshacerse del hedor, la rabia y la decepcion que su su vida interior le corroe. Felicitaciones.

Iván

Gracias Darío, me alegra q te gustara

Lily

Me fue capturando y terminé visualizando al monstruo del personaje. Me gustó mucho el relato y su trasfondo. Felicidades!

Iván Olguín

Muchas gracias Lily!

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