“La cabeza ya no atina. Ni el cuerpo. Solo quiero cerrar los ojos y regresar a esos tiempos felices”
Ahí estaba, sin reconocer el lugar dando le vueltas y saludando a quienes encontraba .Sus cosas personales no las encontraba, bebía preguntar a cada rato donde estaba. Cerraba los ojos para descansar la angustia y se veía joven y hermosa en el campo sacando fruta para hacer mermeladas y ayudar a su madre. Iba al colegio para devenir profesora a su momento. Su padre un grandote sureño, de manos gigantes y vozarrón era el director de la escuela sureña. Allí se sentía protegida. Salvo cuando había terremotos y elecciones para presidente. Su padre un radical, ateo se robaba las urnas con su caballo y su poncho negro. No creía en las elecciones ni en los políticos. Afortunadamente nunca sospecharon siquiera de su honorable persona.
–Y mis cosas. ¿Dónde están?– preguntaba Alicia con insistencia
Seguía dando vueltas. Algunas pensionadas tenían un gato, o un canario enjaulado. El patio era bonito. Buscaba sus plantas medicinales, tenía tantas… Algo pasaba. Seguía perdida sin entender dónde estaba. Volvía a cerrar los ojos. Eso calmaba la tensión.
Un día llegaron a su pueblo sureño dos estudiantes en práctica, extranjeros. Todas las chicas estaban entre tímidas y a la vez inquietas por esta visita, eran tan jóvenes y médicos. Uno de ellos fue invitado por su padre, el director a tomar el té a su casa. Alicia y sus hermanas se arreglaron para la ocasión y después de ese día todo cambio. El doctorcito se amuracho de una., Alicia. Insistió por visitarla de nuevo con su acento de extranjero. Su padre le aconsejo que eligiera a otra. Esta era la más porfiada. El insistió.
Alicia era ya una joven maestra del pueblo. Llena de pretendientes, pero eligió al doctorcito porque había futuro y con esos lentes de miope nadie se lo quitaría. Se casaron tiempo después.
Invitaron a la familia del marido y la ceremonia en la casa. Era ateo además de extranjero.
Cada día conocía más personas. Había presentaciones. Era lo más entretenido este lugar, decía
–Soy su vecina de cuarto.
–Ah, soy Alicia– se presentaba, pero ya se había olvidado de dónde venía hasta a veces la confundía con otra persona
–Perdone usted, pensé que era mi hermana.
–No se preocupe, sigo siendo su vecina de cuarto.
–¿Hace tiempo que estamos aquí? – le preguntaba
–Sí. Varios meses, algunas. Y años, otras.
–Ah. ¿Porque será? – preguntaba Ali.
Solo le gustaba cerrar los ojos y así apagar la incertidumbre y la angustiosa sensación de pérdida.
Suena súbitamente la campanilla y se escucha el llamado.
–¡A almorzar!
Allí se sientan unas diez personas. Algunas con tanto calmante que ya ni hablan, pero siempre habían otras que cotorreaban pedazos de vida que aun recordaban. Las unía la soledad, las visitas por migajas y esa perdición en el tiempo.
–Fue la soledad, la que me enfermó – dice una.
–Yo, las tristezas y penas que nos produjo ésta dictadura .Aquí estamos bien, ¿no cree usted?
Era la hora del tejido. A crochet o palillos, las historias iban armándose para luego olvidarlas poco después.
Alicia deja su campo lindo y se va a la ciudad con su hermana y su nuevo marido. La nueva vida. Instalándose en el viejo Santiago, calle Carmen. La falta de sus plantas y árboles fueron compensados con salidas en el cerro San Cristóbal y de paso lo más rico: los huesillos con mote. Fue feliz un tiempo. Llegaron los hijos y más trabajo, lavando la ropa con cepillo en la tina del baño.
La salud fue deteriorándose con el tiempo y la enfermedad. La soledad y la angustia no ayudan. La tristeza se hacía mayor.
–La cabeza ya no atina, y el cuerpo tampoco. Solo quiero cerrar los ojos y regresar a esos tiempos felices. En mi mano una foto linda, la aprieto fuerte y la coloco cerca del corazón. Pero ya no sé quién es, ni quién soy.
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