Caída libre, por Ronnie Ramos.

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Escucha a lo lejos las preguntas y exclamaciones de los sorprendidos testigos de la hazaña que estaban a su alrededor.

–¿Está bien?

-¡Llamen a una ambulancia!

-¡Debe tener todas las costillas rotas!

-¡No le quedó hueso encajado!

-De modelo de rostro no va a poder trabajar nunca.

Cuando Salvador Copérnico Luna Machuca llegó a la población y puso el cartel que decía “se dan clases de vuelo” en la ventana, poca gente se percató y mucho menos le dieron importancia. Cuando colgó un cartel más grande en la puerta de la reja de entrada, pintado con letras de color rojo, marco azul y un logo con unas alas recortadas en un fondo color celeste cielo, la gente comenzó a murmurar. Algunos se comenzaron a acercar a la casa tímidamente para entender de qué se trataba el asunto y otros simplemente lo tomaron a la mofa diciendo que había llegado “otro loquito” a vivir a la villa. Tenía que ser un loco, pues nadie en el sector tenía avión o algo que se le pareciese.

Pero “no era necesario avión”, aclaraba a los curiosos que se acercaban a la casa a preguntar de qué se trataban las clases.

Consiguió finalmente cinco alumnos (por la curiosidad, bien valía el precio) que se sentaban dos veces por semana durante dos o tres horas a escuchar las clases de vuelo. Para volar se necesitan tres cosas, decía: primero, las ganas; segundo, la confianza; tercero, un buen par de alas. Aunque las alas pueden ser un detalle, recalcaba. Pasaban horas hablando de sueños: todos hemos volado en sueños, decía. Daba cátedras de autoestima, de “creerse el cuento”, de plantearse metas, de luchar por los que queremos; dedicaba sesiones completas también a la física, la aerodinámica, la aeronáutica; pasaban tardes analizando la anatomía de las aves, la configuración de las plumas, las formas de las alas… Hasta que uno de los alumnos hizo la pregunta que todos esperaban:

-Profe, ¿y usted ha volado alguna vez? ¿Cuándo nos hará una demostración práctica?

Salvador, afectado en su orgullo, como le pasaba cada vez que lo desafiaban, anunció que el sábado uno del siguiente mes haría un vuelo de demostración desde el techo de su casa.

La noticia de que el “loquito” recién llegado se lanzaría al vacío para volar circuló más rápido que el viento.

Todos esperaron expectantes el sábado. Hasta que llegó el gran día.

Salvador Copérnico Luna Machuca empinó una escalera hasta el techo, subió calmo, liviano, ágil, seguro, grandioso, elegante, señorial, ataviado de un blanco radiante de pies a cabeza. Se equilibró en la cumbrera del techo, cerró los ojos, respiró profunda y tranquilamente, levantó los brazos, luego los extendió, permaneció así tres minutos, como escudriñando la dirección del viento que movía tenuemente su pelo, elevó levemente los talones, pronunció tres palabras imperceptibles. A pesar del silencio sepulcral que mantenía la treintena de espectadores, inclinó su torso grácil hacia adelante y se lanzó al vacío.

Testigos aseguran y juran que al menos hubo dos segundos, justo antes de tocar suelo, en que Salvador levitó. Seguramente fue el momento exacto en que se dio cuenta que olvidó ponerse las alas.

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Rodrigo

Relato dinámico y entretenido
Excelente!!!

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