El abuelo, por Javier Castillo

  1. Inicio
  2. Relatos Taller Creación Narrativa
  3. El abuelo, por Javier Castillo
Etiquetas:

Francisco clavó su mirada en un punto fijo del cielo y todos sus recuerdos se apuñaron unos con otros dentro de su cabeza. Un par de panteoneros bajan con cuidado el ataúd de su abuelo. Piensa en cómo será su vida regresando con sus padres después de dos años de relativa paz y consuelo que encontró viviendo lejos de ellos.

Cecilia, su madre, tenía una belleza poco común que escondía detrás de sus viejos suéteres oscuros y ropas grandes, siempre por una o dos tallas. Le costaba mantener contacto visual. Se había casado con Raúl siendo muy joven. Después del nacimiento de Francisco, la violencia se había empezado a manifestar, pero fue más evidente después de sus nueve años. Así fue como Francisco llegó a casa de su abuelo.

El abuelo guardaba en cajas todos sus recuerdos. Él, preso de una inmensa tristeza se refugió durante varios días entre todos los libros y viejas fotografías organizadas en las cajas. Ocultaba así, el temor que le provocaba Raúl. Todas las mañanas Cecilia le preparaba apurada un tazón de cereal con un poco de leche y lo enviaba a la escuela tan temprano como podía, durante los primeros meses pudo sortear los desafortunados encuentros, pero al llegar las vacaciones, nuevamente fue objeto de agresiones.

Un día, Francisco escuchó unos gritos que lo sobresaltaron, por instinto se acurrucó como queriendo esconder el cuerpo entero entre sus brazos y esperó. Las pisadas cada vez más cercanas, producían un tormentoso sonido que superaba las súplicas de Cecilia para evitar que Raúl se acercara a la bodega. Lleno de miedo, Francisco empezó a buscar un lugar en dónde esconderse. Tanteó nerviosamente las paredes, buscando dónde ocultarse o por dónde escapar. Escuchó el piso crujir al soportar el peso del hombre al otro lado de la puerta y luego, un golpe seco.

Tapó con ambas manos su rostro y a punto de llorar, corrió hacia la ventana, tropezó y cayó golpeándose con una rejilla que sobresalía del vértice de la pared de la habitación. Tenía unos treinta centímetros de cada lado y parecía que tapaba un agujero, empujó y se abrió. La desesperación por escapar no lo dejó pensar, metió su cabeza y se arrastró como pudo hacia un oscuro túnel que parecía no tener fin. Después de unos minutos interminables sus manos chocaron con otra reja similar a la que había en al otro lado, empujó y salió con facilidad.

Recuperó el aliento y se aventuró a buscar una salida, había una ventana y una puerta por donde podía salir, la distribución interna era muy parecida a la bodega de la casa de su abuelo, sin embargo, le pareció un detalle sin importancia. Estiró su brazo buscando un interruptor para encender la luz, no encontró nada. Instintivamente corrió hacia la puerta y salió hacía lo que parecía ser la cocina de una casa muy parecida a la que había abandonado recién.

Podía escuchar el latido de su corazón. Dentro se detuvo a observar, no cabía duda de que era un lugar muy similar a la casa del abuelo. No había nadie. Tratando de hacer silencio, caminó a través del cuarto de estar hacia la puerta de salida. Mientras avanzaba todo lo que veía parecía ondular dentro de su cabeza y se confundía con sus recuerdos de muebles, puertas y ventanas. Una vez afuera corrió todo lo que pudo intentando escapar de alguien aun sabiendo que no lo perseguían.

Francisco pasó esa noche en el parque, estaba en su barrio, era la misma plaza, aunque nada se veía igual. Supuso que todo se debía a la ansiedad y el susto. Antes de quedarse dormido sobre una de las bancas centrales, se preguntó en dónde podría refugiarse ahora que el abuelo no estaba.

  • ¡Oye niño! – dijo amablemente una mujer – ¿Quién eres? ¿estás perdido? ¿En dónde está tu mamá? Has de estar muerto de hambre y de frio. Ven conmigo, te daré un poco de chocolate caliente con pan.

Con los ojos llorosos Francisco caminó sin dejar de mirar extrañado a la mujer que le parecía sumamente familiar. Tenía hambre y frío como lo había dicho ella.

Caminaron en silencio por la misma calle que conducía a la casa de su abuelo.

  • Es aquí – dijo en voz baja – entra, te daré abrigo y algo para comer.

El chico quedó inmóvil y no daba crédito a lo que sucedía. ¿Quién era esa mujer y por qué entraba a la casa de su abuelo como si fuera suya?

  • ¿Quién es usted? – preguntó

  • Soy María, vivimos mi madre y yo solas acá – respondió la mujer. – no te pasará nada, estás seguro. Buscaremos a tus padres y todo estará bien, pero antes, debes comer algo.

Francisco escuchó desde la cocina a María discutir con una señora mayor sobre lo que debían hacer con él. Llevarlo con la policía o quizás a la iglesia, el Reverendo León sabría mejor que ellas cómo buscar a sus padres, parecía estar perdido.

Una vez que comió el pan y el chocolate, muy suavemente y para no hacer ruido, se acercó lo más que pudo a las mujeres tratando de no ser visto. Sintió como el piso se movía bajos sus pies al ver sobre un aparador un recuadro que tenía una fotografía que reconoció. Rápidamente Francisco caminó hacia la bodega y entró. Localizó la pequeña abertura en el vértice de la habitación. La rejilla estaba a medio colocar y recordó que la noche anterior él mismo la había abierto y cerrado con mucha prisa. Esta vez tuvo más cuidado, así que después de entrar al agujero, colocó la rejilla en posición precisa y se arrastró por el largo pasadizo que lo condujo hacía la bodega de su casa, la casa del abuelo.

El golpe seco recordó de nuevo el momento en que Raúl corría hacia la bodega gritando furioso intentando entrar. Recordó también a su madre tratando de impedirlo. Se armó de valor y decidió enfrentarlo, pensó que aun con once años sería capaz de montar por su espalda y sujetarlo tan fuertemente como pudiera, Cecilia podría ayudar a derribarlo y luego escaparía con ella a una nueva vida, solos los dos. Antes de que Raúl empujara la puerta, Francisco la abrió con determinación.  Se abalanzó sobre él. Forcejeó intentando no caer, buscaba como enlazar sus brazos al cuello del enorme y enfurecido hombre que daba vueltas sin control por todo el lugar. Los ojos de Francisco se encontraron por un segundo con la mirada inerte de Cecilia que estaba tirada sin vida sobre un charco enorme de sangre.

El chico corrió tan aprisa como pudo hacia el exterior de la casa en busca de ayuda, pero Raúl fue aún más rápido que él, lo tomó por los hombros, levantándolo del suelo lo llevó hacia la casa y lo empujó dentro de la bodega gritándole:

– ¡no sales hasta que yo te diga! – luego agregó: – ¡no dirás una sola palabra de lo que has visto, o te mato!

Francisco sabía lo que debía hacer, entre sollozos, lleno de susto y tristeza, entró nuevamente por el agujero de la pared que lo había llevado hace unos minutos a ese extraño lugar. Antes de entrar, buscó con qué cubrir la entrada del agujero, cerró la rejilla y se arrastró tan rápido como pudo.

Mientras avanzaba por dentro del estrecho túnel que lo conduciría hacia su nueva vida, recordó las largas conversaciones con su abuelo.

– “Cuando llegues de visita a algún lugar, deja todo como lo encontraste. Adáptate rápido. Recuerda que hay cosas sobre las que no tienes control excepto tus propias decisiones y acciones. Intentar hacer que otros hagan lo que te parece correcto a ti no es siempre lo mejor. Deja que todo fluya y que cada persona tome sus propias decisiones”.

Francisco no había tomado el peso de las palabras de su abuelo porque no les encontró sentido. Huir de su padre abusivo y dejar atrás a su madre muerta, lo ponía en una posición tan confusa que le provocaba nauseas. Al llegar, con más calma miró nuevamente la fotografía en el aparador, era la misma fotografía que su abuelo guardaba en sus cajas viejas de su madre adoptiva. Suspiró y se acercó. Las mujeres seguían discutiendo sobre lo que debían hacer con él.  Entre llantos ahogados Francisco pensó que habría una manera de evitar todo esto y exclamó:

– quiero quedarme con ustedes, ¡por favor!

Mientras tanto, pensaba que tendría suficiente tiempo para educar bien a su hija Cecilia y así evitarle una vida desgraciada, aunque en el fondo sabía que eso podría implicar que él mismo dejaría de existir.

¿Qué te pareció este relato?
Por favor, déjale un comentario al autor.
Entrada anterior
Alicia. Casa de ancianos, por Carmen Sarue
Entrada siguiente
Arena, por Ronnie Ramos

¿Te gustó el relato?
Por favor deja tu comentario.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Rellena este campo
Rellena este campo
Por favor, introduce una dirección de correo electrónico válida.

Menú