Francisco clavó su mirada en un punto fijo del cielo y todos sus recuerdos se apuñaron unos con otros dentro de su cabeza. Un par de panteoneros bajan con cuidado el ataúd de su abuelo. Piensa en cómo será su vida regresando con sus padres después de dos años de relativa paz y consuelo que encontró viviendo lejos de ellos.
Cecilia, su madre, tenía una belleza poco común que escondía detrás de sus viejos suéteres oscuros y ropas grandes, siempre por una o dos tallas. Le costaba mantener contacto visual. Se había casado con Raúl siendo muy joven. Después del nacimiento de Francisco, la violencia se había empezado a manifestar, pero fue más evidente después de sus nueve años. Así fue como Francisco llegó a casa de su abuelo.
El abuelo guardaba en cajas todos sus recuerdos. Él, preso de una inmensa tristeza se refugió durante varios días entre todos los libros y viejas fotografías organizadas en las cajas. Ocultaba así, el temor que le provocaba Raúl. Todas las mañanas Cecilia le preparaba apurada un tazón de cereal con un poco de leche y lo enviaba a la escuela tan temprano como podía, durante los primeros meses pudo sortear los desafortunados encuentros, pero al llegar las vacaciones, nuevamente fue objeto de agresiones.
Un día, Francisco escuchó unos gritos que lo sobresaltaron, por instinto se acurrucó como queriendo esconder el cuerpo entero entre sus brazos y esperó. Las pisadas cada vez más cercanas, producían un tormentoso sonido que superaba las súplicas de Cecilia para evitar que Raúl se acercara a la bodega. Lleno de miedo, Francisco empezó a buscar un lugar en dónde esconderse. Tanteó nerviosamente las paredes, buscando dónde ocultarse o por dónde escapar. Escuchó el piso crujir al soportar el peso del hombre al otro lado de la puerta y luego, un golpe seco.
Tapó con ambas manos su rostro y a punto de llorar, corrió hacia la ventana, tropezó y cayó golpeándose con una rejilla que sobresalía del vértice de la pared de la habitación. Tenía unos treinta centímetros de cada lado y parecía que tapaba un agujero, empujó y se abrió. La desesperación por escapar no lo dejó pensar, metió su cabeza y se arrastró como pudo hacia un oscuro túnel que parecía no tener fin. Después de unos minutos interminables sus manos chocaron con otra reja similar a la que había en al otro lado, empujó y salió con facilidad.
Recuperó el aliento y se aventuró a buscar una salida, había una ventana y una puerta por donde podía salir, la distribución interna era muy parecida a la bodega de la casa de su abuelo, sin embargo, le pareció un detalle sin importancia. Estiró su brazo buscando un interruptor para encender la luz, no encontró nada. Instintivamente corrió hacia la puerta y salió hacía lo que parecía ser la cocina de una casa muy parecida a la que había abandonado recién.
Podía escuchar el latido de su corazón. Dentro se detuvo a observar, no cabía duda de que era un lugar muy similar a la casa del abuelo. No había nadie. Tratando de hacer silencio, caminó a través del cuarto de estar hacia la puerta de salida. Mientras avanzaba todo lo que veía parecía ondular dentro de su cabeza y se confundía con sus recuerdos de muebles, puertas y ventanas. Una vez afuera corrió todo lo que pudo intentando escapar de alguien aun sabiendo que no lo perseguían.
Francisco pasó esa noche en el parque, estaba en su barrio, era la misma plaza, aunque nada se veía igual. Supuso que todo se debía a la ansiedad y el susto. Antes de quedarse dormido sobre una de las bancas centrales, se preguntó en dónde podría refugiarse ahora que el abuelo no estaba.
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¡Oye niño! – dijo amablemente una mujer – ¿Quién eres? ¿estás perdido? ¿En dónde está tu mamá? Has de estar muerto de hambre y de frio. Ven conmigo, te daré un poco de chocolate caliente con pan.
Con los ojos llorosos Francisco caminó sin dejar de mirar extrañado a la mujer que le parecía sumamente familiar. Tenía hambre y frío como lo había dicho ella.
Caminaron en silencio por la misma calle que conducía a la casa de su abuelo.
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Es aquí – dijo en voz baja – entra, te daré abrigo y algo para comer.
El chico quedó inmóvil y no daba crédito a lo que sucedía. ¿Quién era esa mujer y por qué entraba a la casa de su abuelo como si fuera suya?
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¿Quién es usted? – preguntó
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Soy María, vivimos mi madre y yo solas acá – respondió la mujer. – no te pasará nada, estás seguro. Buscaremos a tus padres y todo estará bien, pero antes, debes comer algo.