Esa mañana fue muy intensa para Marcelo, había ido al pueblo a escuchar el veredicto del juez y verle la cara al bastardo que le había quitado la vida a su hijo, pero las fuerzas policiales le bloqueaban el paso.
– ¡La comuna de Angol está en cuarentena, vuelvan a sus hogares! -Gritaban los carabineros a la multitud que se apiñaba a las afueras del tribunal.
– Estos perros no nos dejaran entrar. -se quejaba Marcelo junto con los familiares que estaban allí entre el gentío. – ¡Ese “mierda” debería pudrirse en la cárcel!
Los gritos y empujones calentaban más los ánimos entre Catrillancas y carabineros. –Nunca nos dejaran en paz. – se decía el enfadado hombre ignorando el sonido de su teléfono. Luego de un rato, entre más gritos y empujones, un pariente se acercó con prisa entre el tumulto.
– ¡Marcelo! – le gritaba. – Me llamó la Teresita, está la “cagá” en casa.
El capitán del Equipo de Reacción Táctica de PDI a cargo del operativo estaba dando las últimas instrucciones.
– Tienen claro a quiénes agarrar, esos “indios” van a pagar.
– ¡Sí mi capitán! – respondía en coro el gran pelotón, todos bien armados y con sus uniformes negros.
– Y recuerden, las plantas las dejamos para el final, pero no las olviden.
Los escuadrones se empezaron a separar entre los bosques para abarcar todas las comunidades, aunque su objetivo principal era Temucuicui.
Katherine y su hija, la pequeña Guacolda Catrillanca, paseaban junto con Teresita, la madre del difunto “waichafe ”; la mañana era fresca en Temucuicui y la viuda necesitaba tomar aire para calmar sus nervios, hoy por fin se haría justicia, al menos eso creía ella.
– Calma tu angustia muchacha- le decía la anciana – vas a poner nerviosa a tu niña.
– Espero que con esta sentencia podamos cerrar el ciclo – le comentaba Katherine a su suegra.
– El ciclo nunca termina mija, ellos no pararán. Esta herida quedará para siempre.
Habían sido dos interminables años de intranquilidad, odio y miedo para Katherine y su familia. Ella nunca creyó que llegaría al tribunal el asesino de su marido, siempre vio como la justicia encubría a carabineros y sus invasiones, todo era tapado por el gobierno de turno, ya casi parecía ser una maldición nacer en el “wallmapu” y eso le llenaba de angustia el corazón por el futuro de su pequeña de siete años. Solo deseaba verla crecer en paz.
– ¿Mamá? -decía la pequeña Guacolda. – ¿quiénes son esos señores? – y apuntó con el dedo a un grupo de policías que de un pestañeo a otro comenzaron a inundar las calles de la localidad.
– ¿Por qué andan aquí los “soltaw ”? – se preguntó Katherine. – ¡Corran! ¡hay que salir!
– Voy a avisarle al Marcelo. – dijo la anciana mientras se apuraba por salir de las calles.
– ¡Atento Capitán! – hablaba Morales por la radio. -Un grupo se dispersó hacia el cerro, nos dirigimos.
– Aproxímense con cautela, informantes aseguran que andan armados.
El escuadrón de Morales avanzó entre el bosque de camino al cerro, habían soltado los perros para que les siguieran el rastro. De pronto unos disparos sonaron desde lo alto y el escuadrón se puso en posición para responder el fuego. Los uniformados tomaron cobertura entre los árboles y dispararon con precisión profesional a los rebeldes que fueron cayendo uno a uno con el impacto de las balas.
– ¡Agárrenlos a todos, que no se salve ni uno! -Gritaba Morales.
Mientras tanto, en las calles de Temucuicui, las ensordecedoras sirenas volvían a quitarle la paz al pueblo.
– ¡Todos al suelo! -gritaban los policías mientras esposaban casi al azar a los comuneros que transitaban por allí. – ¡Ustedes también! ¡Al suelo! – gritó el policía a la familia de Katherine quienes corrían para esconderse. – ¡Al suelo mierda! -Volvió a gritar y se abalanzó con violencia sobre la anciana y la niña
– ¡Mamá! – grito con llanto la pequeña Guacolda.
– ¡Cállate y tírate al suelo! – repetía el policía.
– ¡Mamá! – lloraba la niña sin entender qué pasaba.
– ¡Cállate mierda o te mato! ¡Al suelo!
Katherine no lo podía creer, nuevamente la paz se había perdido y su pueblo estaba siendo atacado. La viuda corrió en ayuda hacia su hija, pero vivió la misma suerte que la pequeña, terminó esposada y de guata en el suelo con una rodilla en la espalda. Mientras, a lo lejos se escuchaban disparos desde el cerro, su hogar era una zona de guerra.
– ¡Vamos, Vamos! – apuraba el capitán. – sáquenlos a todos de las casas.
– Los tenemos a casi todos, mi capitán. – respondía uno de los uniformados.
– Bien, súbanlos a los camiones y vamos por las plantas, no se nos puede quedar la evidencia.
– ¡Atento capitán! – sonaba la radio. – Tenemos un hombre caído, le dieron a Morales, en el cuello, ¡lo perdemos! ¡Necesitamos apoyo en el cerro!
El capitán envió un equipo en apoyo, pero ya había sido tarde. Morales había perdido mucha sangre y su muerte fue inevitable. Ya cuando el operativo estaba terminando, tenían en el camión a todos los que buscaban y ahora debían ir por las plantas para justificar la redada.
En Angol, Marcelo no podía creer lo que le contaban. Su familia brutalmente detenida, un policía muerto, y muchos de sus vecino y amigos arrestados con el argumento de que “en el sur se estaba gestando una red de narcotráfico y terrorismo”.
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