Apenas aclaraba, los hombres que tenían algún trabajo salían de sus piezas apurados. El resto de los otros hombres, cesantes, salían sin apuro a ofrecer sus servicios para trabajos ocasionales. La “Rosa Morena” era la única mujer del conventillo que trabajaba, y para hacerlo tenía que dejar a Jaimito, su único hijo, encerrado. También se podía decir que la otra que trabajaba era la “Margarita Lineros” que vivía en la primera pieza y era como la administradora porque cobraba el arriendo y encendía y apagaba las luces a ciertas horas. Después de esa hora había que usar velas.
El Conventillo del Diablo, así llamado porque según las viejas, durante las noches caminaba el demonio por los tejados, era una construcción de veinte piezas alineadas diez por cada lado con un pasillo central que tenía una especie de cobertizos a manera de cocinas para seis familias cada uno, lo que daba lugar a cuatro pequeños patios.
En el primer patio estaba la llave de agua potable y bajo la llave un tambor grande en el que se iba juntando el agua que luego era ocupada para lavar loza u otras cosas. Las artesas para lavar ropa estaban en el último patio. Más allá de las piezas y alejado de estas, estaba el único baño de pozo.
La “Rosa Morena” era madre soltera, empleada en una casa de ricos y mientras trabajaba, Jaimito permanecía encerrado y lloraba todo el día. Solo dejaba de hacerlo cuando, cansado, se quedaba dormido junto a la puerta de su pieza. A veces lo acompañábamos para que no llorara tanto y le pasábamos algún trozo de pan por la rendija.
A la Anita, la de la “Maiga Laguna”, que estaba en los huesos, la sacaban al sol en un canasto todos los días. Ninguno de nosotros se acercaba a ella. Había unos tres tuberculosos más en el conventillo. Mi abuela, vivía en la pieza del frente, lavaba ropa ajena y estaba, con vela, hasta las tres de la mañana planchando con esas planchas que se calentaban sobre el brasero. Don Cato trabajaba en la cervecera y cuando llegaba por las tardes nos traía algunas nuevas que escuchaba en su trabajo. Quizá lo que más nos impresionó por esos días, fue lo del Sputnik y la perra Laika.
La pieza de Jaimito, igual que todas las demás, era de todo: dormitorio, cocina, comedor y baño. No tenía ventana, solo le entraba un poco de luz por un espacio que había sobre la puerta. La mamá le dejaba un tarro a modo de bacinica. Varias veces, con el “rucio chico”, intentamos abrir el candado de su pieza, pero nos fue imposible.
Un día la “Rosa Morena” salió a trabajar y olvidó llevarse la llave. Jaimito que veía muy bien en la oscuridad, la encontró sobre la mesa. Después de llorar toda la mañana, nos acercamos a verlo para consolarlo. Sin decir palabra, nos tiró la llave “¡¡¡Al fin!!!” Pasamos de la pichanga al “paco ladrón” y nadie más se dio cuenta de la presencia de Jaimito por los patios. Más tarde, al llamado para almorzar, nos fuimos todos retirando de a poco. Jaimito se quedó solo en el patio disfrutando su libertad.
Mientras almorzaba, afuera se formó una batahola y mi madre salió a mirar. Escuché que algunos gritaban y otros lloraban, pero no supe que había pasado. Luego mi madre se entró pálida y me dijo que no saliera a jugar esa tarde. No entendí nada. Tampoco me dejó salir al día siguiente.
Al tercer día mi madre me dio permiso para salir y me contó que Jaimito ya no estaba, se había ido de cabeza en el tambor del agua y que estaba mucho mejor en el “cielo”.
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Muy buen relato. Con un final inesperado. Y que muestra una realidad aún vigente
Excelente. Al principio pensé que era el típico relato sobre la guerra y sus consecuencias. Pero el final es totalmente inesperado.
Un final inesperado. Muy bien escrito, sin dar vueltas en detalles innecesarios logra hacer un relato descarnado.