Cuando cumplí nueve años, nos mudamos al barrio Sur de La Cañada. Nuestros vecinos rápidamente hicieron buenas migas con mis padres y mientras ellos compartían, aprovechaba de jugar con Sofía, que tenía mi edad y era la única hija de los vecinos.
Al comienzo de las vacaciones, nos dieron permiso para jugar todos los días en su casa, porque era más grande, con muchas habitaciones y recovecos, lo que la hacía muy entretenida.
Rastreábamos todos los rincones. A veces Sofía se cansaba rápido y tenía dificultades para respirar. En algunas ocasiones no pude visitarla porque estaba en cama con fiebre y ahogos.
En una oportunidad, encontramos debajo de una de las escaleras, una pequeña puerta cuadrada que no tenía más de diez pulgadas por lado y que Sofía dijo no haberla visto antes. Ninguno de los dos se atrevió a abrirla, pero esa noche no dejé de pensar en esa puerta.
Al otro día convencí a Sofía y, al ver que nadie andaba rondando, abrí la puertecita y entré con no poca dificultad. Me encontré en una habitación vacía y con otra puerta más grande al frente. Ella me siguió y, temblorosa, me tomó de la mano. Le respondí, apretando la suya.
Lo extraordinario ocurrió al cruzar la puerta grande. Se nos presentó un paisaje paradisiaco: un parque lleno de hermosos árboles y extraordinarias aves exóticas. Completaban el paisaje, un arroyo que desembocaba en una laguna con una pequeña isla, llena de niños jugando y bañándose. Cruzamos en un bote y nos unimos a los juegos. La impresión fue que siempre nos hubiéramos conocido con los demás niños. Quizá lo más sorprendente era la sensación de bienestar que sentíamos allí. Sofía ya no sentía el cansancio ni el ahogo que la atormentaba. Al retirarnos, mientras yo probaba frutas de los árboles, Sofía recogía plumas preciosas. En un acuerdo tácito, guardamos el secreto y volvimos a visitar aquel lugar varias veces.
Poco tiempo después, Sofía, que cada día estaba más delgada, enfermó gravemente y solo por mis padres, tuve noticias de ella. Murió un mes más tarde sin poderme despedir.
Al contarle el secreto a mi padre, me reconvino y enteró a mi madre. Una y otra vez le pedí que visitáramos la casa vecina para demostrarle que no mentía. Al fin accedió y cuando llegamos bajo la escalera, no había rastros de la puertecita. Mi padre me miró con enojo, mi madre con ternura y los vecinos sin entender nada. No sentí vergüenza ni temor, solo tristeza.
Al retirarnos, la vecina me entregó un paquete que Sofía, previendo quizá la desgracia, me había dejado.
“Con cariño” se leía en el envoltorio. Era una especie de herbario, pero en vez de plantas secas, tenía hermosas plumas de aves exóticas.
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