Como el destino de tantos pueblos salitreros que se atrevieron a desafiar el desierto y los tiempos, la Estación de trenes de la localidad de Pintados cierra sus puertas. De pueblo no tiene nada. El nombre de Ferrocarril de Iquique a Pintados, hace pensar que casi doscientos kilómetros de líneas que serpentean por el desierto, unen a dos ciudades. Por sus líneas empiezan a correr primero los trenes de pasajeros desde 1928, el mismo año que nació mi hija mayor, para unir y acortar distancias con el tren longitudinal norte, que partía desde Pisagua. Al año siguiente empiezan a circular los pesados carros con carga. Enlaza con varias otras localidades salitreras, dándole vida al árido desierto. Pocas casas han decorado los alrededores de la vetusta estación. Hoy son sólo habitadas por el ulular del viento que pasa por entre las calaminas de los techos imitando una silbatina que se acentúa después del medio día y que se hace más intenso con los albores del amanecer. Una puerta entreabierta que se golpea con el viento, parece que llora su soledad. Ya no se escucha los gritos y las carreras de niños, ni las mujeres pampinas conversando animadamente frente al pequeño almacén de abastos. Cierro la puerta. El quejido de la bisagra carcomida por el óxido, imita la pena del trascendental momento. No necesito ni echarle llave, solo entrelazo un viejo candado por cuanto las pertenencias son unos pocos muebles de casi sin valor actual. Del resto, no queda nada. Al igual que a mí, no me queda nada, una vez más me quedo sin trabajo… Comenzaba otro invierno en 1975.
Mis pasos, ya no caminan con la agilidad de joven. El pasar de los años también ha gastado mi salud. Desde que llegué a hacerme cargo de la estación, en 1963, rebozaba de gran optimismo, porque había terminado una cesantía de años. Habiendo nacido en Antofagasta, por allá por 1903, recién casado y con tres hijos pequeños, llegamos a Arica en 1938, después de deambular en variados trabajos en Oficinas Salitreras, que aún disfrutaba de la bonanza de la producción del salitre, pese a que ya venía en descenso su producción por la aparición del oro blanco sintético. Mis conocimientos autodidactas de topografía, me llevaron a postular a un cargo de Vías y Obras del Ferrocarril de Arica a la Paz. Mi trabajo fue próspero, hasta que en en 1952, reducción de personal, me dejó sin trabajo. Labores esporádicas, ayudaron a subsistir junto con la escuálida pensión. Vi crecer a mis hijos, llegaron los nietos, pese a ello, la falta de trabajo estable perturbaba mi pasar. Conversando un día junto a una botella de vino tinto y unas buenas empanadas en un Club Radical, uno de mis amigos contó que el veterano jefe de la estación de Pintados, no había despertado de un infarto, y el cargo aún estaba sin llenarse. Con mis antecedentes ferroviarios, escribí a las Oficinas de FFCC en la ciudad de Iquique. A los pocos días estaba tomando mi puesto de Jefe de Estación en Pintados. Ya las Oficinas salitreras estaban en franca retirada y el pasar de los trenes se hacía menos frecuente, tantos los de pasajeros como los de carga. Sólo los domingos eran más movidos y entretenidos, porque pasaba el viejo tren llamado Longino desde Iquique a Calera y los jueves en su recorrido inverso.
Poco a poco, fueron desocupándose las casas que rodeaban la estación, y cada vez había menos parroquianos con quien acortar las largas horas del día pampino. Muchas de las localidades salitreras aledañas y que estas líneas habían conectado, empezaron a cubrirse de la soledad del desierto y terminó paulatinamente por cesar la actividad de los trenes. La aparición de grandes camiones cargueros, más rápidos, terminaron por desplazar la carga y la aparición de modernos buses se llevaron a los pasajeros de los trenes.
En la soledad de mi casa ariqueña, junto a mi anciana mujer, solo me queda contemplar de vez en cuando a los hijos y los nietos, hasta que el Hacedor disponga de otra misión.
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