Dentro de una hora, este lugar será desalojado y nos harán salir rápidamente. Pero en este preciso instante, yo no tengo conocimiento de ello y estoy sentada con un libro de oraciones abierto en el regazo para parecer que digo mis plegarias.
De vez en cuando, levanto la vista. Debo estar atenta para cuando llegue mi contacto, al que conozco sólo por la fotografía en un sobre sin remitente que deslizaron esta mañana bajo la puerta de mi habitación de hotel. El hombre tiene el cabello entrecano, algo ralo y no debe tener más de cincuenta años. Es delgado y no muy alto. Alguien que, como yo, está condenado a pasar inadvertido, condición que en este caso resulta auspiciosa. Estoy lejos de ser la típica rubia atlética que esquiva balazos con agilidad felina. Más bien luzco como una pusilánime maestra de escuela, visitando el casco antiguo de esta hermosa ciudad por primera vez. Y ésa ha de ser una de las buenas razones por las que me reclutaron para esta misión.
A pesar de que mi atención está en otra cosa, no puedo pasar por alto la belleza gótica de esta iglesia ubicada en el corazón turístico de Praga. No podría haber mejor lugar para contactar a otro agente. Cuesta imaginar que en una iglesia más bien silenciosa pese al bullicio exterior se ejecuten actividades que podrían hacer peligrar los destinos de alguna potencia. Y aquí estoy yo, lista para realizar mi pequeña parte de ese inmenso engranaje que algunos ponen a funcionar y que involucra la vida de tantos.
Recorro con la vista a cada uno de los que están sentados delante de mí y de quienes caminan lentamente por los pasillos laterales sacando fotografías. Mi contacto aún no aparece. Si no lo hace, deberé esperar por nuevas instrucciones que harán retrasar toda la operación.
De pronto, mi atención se dirige hacia un sujeto de terno oscuro que, luego de una ligera genuflexión, se sienta dos filas más adelante. Toma el breviario que está en el apoyabrazos del reclinatorio, lo abre y simula leerlo por un rato. Cuando lo cierra, puedo ver con claridad que ha dejado un trozo de papel entre las páginas. El hombre se retira, sin demostrar que me ha visto y puedo comprobar que es el hombre de la fotografía. El papel contiene, con seguridad, un escueto mensaje con mis nuevas instrucciones. Aún simulo rezar por otros veinte segundos y me pongo de pie para ir por el mensaje. Un clérigo me intercepta y abre los brazos para indicar que nadie más puede avanzar.
– Les ruego salir de inmediato-, dice en un inglés con acento eslavo, mientras aletea impaciente con sus manos para que nadie intente permanecer en el lugar. Por un instante, pienso que tal vez he sido delatada o que han puesto un explosivo y todos estamos a punto de perecer. Pero luego agrega, de nuevo, con su peculiar acento:
– Lo sentimos mucho pero pronto comenzará el concierto y necesitamos instalar los micrófonos.
Me encamino lentamente hacia la salida principal. Mis pasos me llevan nuevamente al bello Puente Carlos que he cruzado varias veces en estos días. “Qué hermoso lugar”, me digo, mientras observo una increíble puesta de sol. “Con razón se han hecho tantas películas de amor y espionaje en esta ciudad.” Y camino con una gran sonrisa que a ratos se transforma en risa. Me río de mí misma porque, en realidad, sí soy una pusilánime maestra de escuela que hoy – influenciada por el entorno- dejó volar la imaginación demasiado lejos.
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