“Usa tu inteligencia”, me dice, cambiando el tono, haciéndolo dulce, casi empalagoso. “Como buena mujer”, mira desafiante, avanza. “Compórtate y entiende que no hay manera de que me dejes”, continúa esta vez a gritos y babeando en mi oreja. “Pues sí, hasta aquí, ya no más” dando un paso atrás, le digo con voz fuerte y segura, dispuesta a tomar mis cosas, largarme, ahora estoy decidida, no creerá que después de tanto seguiré soportando todo esto, silencio, deja que se calme, no digas nada, tiene razón, en esto me he convertido en una estúpida torpe no valgo nada y qué me importa si ya nada importa quiero salir volando por la ventana como un pájaro, no tengo alas, qué más da seguro me lanza por ahí tarde o temprano pues quieres irte entonces vete, sí, eso, la comida se enfrío, levántate, limpia ordena, cocina, fíjate qué mal luces si hasta un perro se ve mejor, a quién llamas, quién te llamó. Por qué no lo vi antes, pues sí, antes, pero cuándo antes, si ni siquiera supe cuándo, me pesan los ojos… me duelen, las lágrimas no dejan de correr, me duele la cara, el brazo, algo le pasa a mi pierna, no puedo respirar, dolor, “!De qué te quejas! eres nada, nada, nada de nada,” retumba la voz en mi cabeza, ¡Dios, ayúdame!, sudo, tiemblo, paso del frío al calor, sigo decidida, hoy salgo de aquí, que no piense que me importa algo, los platos, la mesa, las copas, que destruya todo, que lo rompa todo, que me rompa a mí, con sus gritos, con sus puños, sí, los conozco bien, su aliento a menta, lobo con piel de oveja, que me ama, palabras dulces, que lo perdone, palabras viejas, que no lo deje, que va a cambiar, palabras nuevas, viejas, sí eso quiere.
Mi vecina y su marido entran de manera violenta y corren hacia mí, su marido está de espaldas batiendo las manos, ella me pregunta cómo estoy, qué pregunta es esa, ¿acaso no ve el desorden?, ¿acaso no ven? El sillón está bien, me ayuda a calmar el dolor. Pobrecita, no pensé que fuera tanto, lo que ha pasado, si es tan jovencita, no salía si no era con él, se veían felices, nunca pidió ayuda, nunca dijo nada ¿qué podía hacer yo? Por qué me ven con esos ojos, como si le importara, ¿acaso no mira hacia abajo las pocas veces que nos hemos encontrado?, ¿acaso no hace de cuenta que no existo?, ¿que no soy nadie?, se los podría gritar si pudiera, no tengo voz ni tengo fuerza, me duele, cómo puedo culparla. “Tranquilita” “Quédate tranquilita”, me repite, “ya vienen” “Ya los llamé”… ¿Quiénes vienen? No he llamado a nadie, no puedo hablar, solo quiero irme. La casa está llena de gente, entran y salen, quiénes son… “Señora, soy la sargento Vilches, recibimos una llamada, está a salvo ahora, ¿Puede decirme su nombre? “Maira Enríquez” le respondo en un susurro. Es alta, se ve fuerte, me da confianza ¿será feliz? “¿Desde cuándo le sucede esto?”, me pregunta la carabinera, me lo pregunto también, cierro mis adoloridos ojos y recuerdo cuando lo conocí, “Hola”, dijo con voz grave, mientras fumaba, mmm menta qué bien huele. “Se ven muy felices, ¿qué celebran?”, preguntó, posando su mirada en mí, “¡El último año!”, gritamos todas al unísono, levantando nuestras cervezas, mis amigas se flecharon, él las miró y volvió a mí, respondí con otra mirada igual, cargada de un también me gustas; conversamos, bebimos un cerveza más, salimos juntos de allí, me dejó en la puerta, intercambiamos números de teléfono, cuando se acercó, besó suavemente mi mejilla, me inundó su olor a menta, “nos vemos pronto” susurró en mi oído, levantó su mano y sonrió como un actor de cine, subió a su auto. “¿Puede contarme lo sucedido?”, insiste la carabinera con su frente llena de arrugas, pero con voz suave, miro alrededor, buscando su respuesta, el florero ya no está en medio de la mesa, los platos ya no están servidos, están repartidos por todos lados, las copas, tengo un trozo en la mano, clava, arde, las sillas están por todos lados, la comida… tanto esfuerzo mmm y qué rica olía, ¡mi vestido! ¿Por qué tengo sangre?, me punza el dolor. Tiro lejos el trozo de vidrio, cae junto a él. “¿Señora, es su marido?”, me pregunta indicando hacia él, al mismo tiempo pide que me mantenga sentada. Sus ojos están clavados en mí, como antes, ahora, cargados de ira… Mi marido, sí, mi marido, nos casamos tres meses después de terminar mi carrera de fonoaudiología, cuando me lo propuso estaba recién graduada, para celebrar me llevó al mejor restorán, pidió su espumante favorito, Undurraga Titillum, aromas de frutas blancas, pera y fragantes duraznos… le gustaba presumir de sus gustos. La copa era alta, de cuerpo largo y aflautado, en el fondo del líquido burbujeante venía su brillante regalo, como en las películas, se arrodilló y me preguntó: “¿Quieres casarte conmigo?”, “¿Deseas ser mi mujer?” Con mi corazón a mil y mis ojos nublados de emoción, le di el sí y la sala se llenó de aplausos. Se encargó de todo, hasta el último detalle, mis amigas envidiaban mi suerte y mi familia decía que tendría un matrimonio perfecto. Al año vivíamos en nuestra casa y comencé a buscar trabajo, me pidió aplazar otro año, necesitábamos disfrutar más, con su trabajo bastaba, hacíamos planes, éramos felices. Oh, sus manos, seda que acaricia mi piel, me derrito con el fuego de sus besos. Perfecto. Dulce. Mi amado, con quien deseaba construir una vida, felicidad, ahora lejana, ya no me pertenece. Pobre mujer, por qué no pidió ayuda, por qué no se fue simplemente, no sé si aguantaría, verla así me parte el alma, eso que estoy acostumbrada a esto, a mucho más, siempre es difícil, para ellas peor. La carabinera me mira con lástima, se toca la mejilla y vuelve a preguntar: “¿Señora, puede contarme que sucedió?” La miro y lo miro a él. Por qué no entiende, que acaso no hablo español cuando le digo que no responda que se muerda la lengua, sino quiere que se la haga tragar, cuándo dejó de ser esa mujer que a todo me dice que sí, acaso no entiende que si la elegí fue por algo, que es ella quien debe sentirse feliz por eso, le he dado todo lo que una mujer necesita, solo tiene que comportarse, tener todo a tiempo, estar para mí. ¡Que nos demos un tiempo! ¡Que ya no soy el mismo, que me olvide de ella, que se va, que está cansada, qué hay de mí! De mi paciencia, se lo dije, se lo advertí la primera vez que me vi obligado a enseñarle que no debe responderme, ni menos desobedecerme. “No me gusta el labial que llevas, ni esa blusa, estás con unos kilos de más y te ves vulgar”. “¿Quieres conquistar a mi jefe?” “¡O quieres que piense que me casé con una cabaretera!” “¡No te he dicho que debes ser recatada que no debes vestir así!”, lo recuerdo porque mi mano ardió cuando intentó rebatir mi juicio, su rostro se petrificó, sus ojos negros se humedecieron y rodaron lágrimas, una fina gota de sangre apareció en la comisura de su boca, mis dedos quedaron estampados en su piel blanca, dejando una mancha roja alrededor. No quería hacerlo, debía hacerlo, quizás con qué me sorprendía después. Lo entendió, me pidió perdón, al quedar solos ya en nuestra habitación le mostré la diferencia entre una esposa y una cabaretera. Ahora me sale con esto, después de tantos años, le he dado todo, ¿y si quiero hijos?, no sabe comportarse, qué clase de madre será, incapaz de seguir una orden, sería tan fácil romper su cuello o apretarlo hasta que no quede aire, no pensará que la dejaré, quiere que le ruegue, que le pida perdón, que le diga cuánto la amo, es mía, me pertenece, es mi esposa, mi mujer, siempre hermosa, siempre dispuesta, sin mí no es nada, nada, ahora quiere dejarme ¡ja!, sí ¡ja! acaso no me conoce, acaso no se lo he enseñado, sí lo sabe, lo aprendió bien, conoce mis puños, no podrá deshacerse de mí, unas esposas y una orden de alejamiento no serán suficiente, una sombra, su sombra, en eso me convertiré.
El viento choca mi cara, su olor marino me atrapa, las olas, las aves me conmueven. Mirar hacia atrás, ya no, volver atrás, menos, ya no importa si me amó o no, estoy bien, recomenzando, una nueva lucha, poco a poco, no seré una estadística, un número, una frase que diga que descanso en paz que me extrañarán, no, una menos no, una más, otra mujer… una sobreviviente.