-Usted debe haber tenido muchos pretendientes- dice él.
-En realidad no, ninguno -responde ella-. Tal vez algún admirador –agrega-, que no es lo mismo.
Se sorprende de su respuesta. Nunca habla de sus asuntos, pero la serena sonrisa de él es una invitación a confiar y relajarse. Se produce un gran silencio que no es incómodo y ambos continúan mirando esa escena típica de plaza de pueblo: niños que corren, un anciano que dormita, jóvenes que conversan y ríen a gritos. Lo mismo de cada tarde, en el mismo escaño de cada tarde.
Hace exactamente diez días ella vino a sentarse a su banco favorito luego de terminar el trabajo cotidiano. Frunció el ceño cuando lo vio ya ocupado. Al hacer ademán de continuar caminando, él la detuvo con un “por favor, no faltaba más. Ya sé que éste es su espacio. La observé aquí ayer y antes de ayer”.
Y casi sin dudarlo, ella resolvió que había lugar de sobra para dos y se sentó a su lado.
Desde hace diez días se encuentran cada tarde. Él conversa de libros que ha leído, de ciudades que ha visitado. Ella escucha atenta e interesada y cuando se producen esos silencios como el de ahora, ella no se inquieta ni busca algo que decir. Se siente tan a gusto que puede dejar vagar la imaginación y hasta cree que se atrevería a contarle cosas personales. No lo hace, pero piensa que sería grato poder decirle a alguien que, aunque su vida no ha sido del todo insulsa, siempre ha sentido que pudo ser diferente; que las cosas se fueron dando de esa manera: primero sus padres que se hacían viejos y la necesitaban; luego sus sobrinos que tenían padres propios y la necesitaban menos. Hasta podría contarle que lamenta no tener viejas cartas de amor que releer o alguna historia romántica en la que ella fue protagonista. Apenas unos torpes galanteos que no merecen ser mencionados.
– Ésta será la última tarde que venga- dice él-. Mañana mi hijo me lleva de regreso. Le escribí esta tarjeta –agrega sonriendo–, para agradecer su compañía y cordialidad y haberme dejado compartir su escaño.
Y extrayendo un inmaculado sobre del bolsillo superior de su vestón, se lo entrega. Ella lo recibe en silencio y responde:
– La leeré cuando llegue a casa.
Todavía un rato más de silencio y él se pone de pie. Ella espera un apretón de manos, pero se sorprende cuando él se inclina y en su lugar, la besa en la frente.
– Tal vez nos encontremos de nuevo el próximo verano -dice él–, si mi hijo me vuelve a invitar… pero quién sabe, a esta edad ya no se hacen planes.
Ella permanece largo tiempo en el mismo lugar. Apenas nota que se ha ido oscureciendo. Sólo sabe que en los próximos amaneceres –que tal vez ya no sean tantos– recordará con una sonrisa, ese tierno beso en la frente y hasta podrá leer de vez en cuando algo parecido a una carta romántica que lleva su nombre.
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