Era 1 de septiembre de 1939, el tercer Reich había invadido Viena hace ya un año. El reloj marcaba las diez en punto y el vapor de los trenes llenaba la estación. Cientos de niños se agolpaban por todos lados y yo, Blaz Gruber Altman, sostenía fuerte el brazo de mi madre, que me conducía hacia el andén. Caminábamos a paso lento entre la multitud. Un eco de tristeza llenaba la estación: el llanto desgarrador de las madres abnegadas, despidiéndose quizás, por ultima vez de sus niños. Aquellas mujeres enfrentaban un destino incierto y en muchos casos una muerte, que sería inhumana. El tiempo jugaba en contra, todo era desesperación. Yo subiría, sin saberlo aún, al ultimo kindertransport (tren de niños judíos) que me llevaría a la salvación, junto con 400 niños judíos. Mis manos sudaban, estaba ansioso. Las manos de mi madre tocando mi cara, respirando hondo y mirándome fijo a los ojos, repitiendo una vez más fragmentos de la Torá, sus lágrimas corrían por su cara sin parar. Aún recuerdo su dulce voz diciendo que me mantuviera cerca de su corazón y que no la olvidara, que pensara mucho en ella. Yo me aferraba a su cuello, aún recuerdo su olor, sus manos fuertes y a la vez delicadas, abrazándome. El silbato del tren se escuchaba a lo lejos, había llegado el momento que ninguno de nosotros hubiera querido esperar.
Recuerdo ese día como si hubiera sido ayer. Sus últimas palabras, antes de subir los peldaños del vagón, siguen retumbando en mí:
-Hijo, recuerda lo que dice el profeta Isaías… ¿se olvidará la mujer de lo que dio a luz, para dejar de compadecerse del hijo de su vientre? Aunque olvide ella, yo nunca me olvidaré de ti. He aquí que en las palmas de las manos te tengo esculpida, delante de mí están siempre tus muros.
Subí el ultimo peldaño, caminé cabizbajo hacia mi asiento, abrí la ventana para ver a mi madre, Rachel Altman, con su abrigo verde reluciente y elegante, pero ya de años. Alzó su mano y se perdió entre la multitud.
Por ese entonces yo tenía 8 años y se rumoreaba que la guerra ya venía. El Anschluss del año anterior (la anexión de Austria por parte de Alemania), había sido “pacífico”. En mi escuela todos mis profesores eran pro nazis y muchos de mis amigos y compañeros comenzaron a mirarme de otra forma, algunos ya no se atrevían a jugar conmigo como si tuviera una enfermedad contagiosa. Otros, cuando regresaba a casa, me rodeaban y reían empujándome y repitiendo una y otra vez, mischling, mischling, haciendo alusión a que era mitad austriaco y mitad judío. Pero yo me mordía los labios, empuñaba mis manos y sólo atinaba a seguir caminando en silencio. Por las noches lloraba ante mi Dios, para que esto terminara pronto, pero serían muchas más las lágrimas que me acompañarían en esos años.
La relación con Viktor, mi padre, tampoco era de lo mejor. Desde muy pequeño notaba su rechazo cada vez lo quería abrazar. Cada día a la hora del almuerzo, se jactaba de su árbol genealógico, ante mi madre, porque parecía que su familia siempre hubiese estado “plantada” en Viena. Así justificó las raíces de su antisemitismo. Mi madre se veía tan frágil ante sus palabras, pero se mantenía firme y comía hasta el último bocado, en silencio.
Un día, volviendo a casa, encontré a Viktor amenazando a mi madre, desde la puerta podía verlos. Era tanto su fanatismo que llegó a decirle que la echaría a la calle, por ser una judía sin tierra, incapaz de ofrecer una buena educación y que él era muy superior y que desde ahora él se haría cargo de mí, para hacerme un buen austriaco.
Por primera vez, vi a la mujer frágil, responder desde sus entrañas:
-¡No! Es mi hijo. No te atrevas a hacerle daño.
En ese momento, retumbó en la habitación, la bofetada que él le dio.
Ella no lloró, pero noté un brillo extraño que invadió sus ojos.
Una tarde llegó la correspondencia. Estábamos sólo los dos. Ella abrió el sobre y me explicó que se trataba de un contrato para salir de la ciudad antes de que estallara la guerra, era para ir a trabajar en Inglaterra en un asentamiento rural de tiempo completo. En un principio me puse feliz pues sabía que eso significaba su salvación. Ella me miró con decisión y me explico que no iría , que no me dejaría con mi padre, nos abrazamos y no supe que decirle.
Las cosas se pusieron cada vez peor. Mi padre comenzó a esconder la comida en casa, mi madre intentó buscar algún trabajo, pero desde la noche de los cristales rotos, todas las tiendas del barrio judío fueron obligadas a cerrar.
Esa noche mi madre entró repentinamente a mi habitación. No entendía bien qué pasaba. Ella ordenó una pequeña maleta y me dijo que guardara silencio. Mi padre leía un libro y escuchaba marchas que exaltaban lo germánico. Ella le dijo que íbamos a pasear al perro, como era nuestra rutina cada noche, pero extrañamente, mi padre se levantó bruscamente del sofá y fue a la puerta antes que pudiéramos salir y nos dijo:
-Este será su último paseo.
Yo estaba congelado, no sabía que hacer, pero mi madre actuó con naturalidad y sólo bajó la mirada y asintió. Luego que él volvió al sillón, tomó la maleta con sigilo, me pasó la correa del perro y la puerta se cerró detrás nuestro, con lentitud.
Me mantuve en silencio por mucho tiempo, pero aprendí de mi madre a hablar y actuar, cuando había que hacerlo.
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