Vacío, por Noret Ibarra

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Las noches y los días transcurren velozmente.

         Al término de frecuentes y agotadoras semanas laborales, con colegas de temperamentos variables y atendiendo a un público que dista mucho de ser afable y conciliador, mi alma sonríe alegremente con el arribo de cada viernes.

         Contadas veces, acepto invitaciones de mis compañeros de trabajo, por no ser descortés. Más bien, priorizo tomar un taxi y partir al mismo bar de siempre, lejano del barrio donde vivo. Disfrutar de un ambiente distendido, alegre, bohemio, donde las carcajadas, el rumor de las conversaciones de los visitantes, el tintineo de vasos y botellas pululando sin cesar, el sonido tentador de los licores vertiéndose en cada copa, levantan un escenario de jolgorio inigualable, fascinante para mí. Las emociones y los sentimientos se mezclan, se cruzan igual que los habitantes o los vehículos de las grandes ciudades.

Recuerdo momentos de mi adolescencia, en fiestas escolares… mucho alcohol, muchos deseos reprimidos, hormonas jóvenes desesperadas por saciar fantasías sensuales, arrebatos, premura, delirio, atrevimiento…

         Como de costumbre, me siento en la barra del pub. Me encanta sentirme una actriz misteriosa y seductora de los años cincuenta, en busca de alguna relación efímera… luzco una falda ajustada suficiente para esconder sólo el inicio de mis muslos, tacos altos de charol, blusa escotada que vislumbra la línea sugerente de camino a mis senos.

         Mi trago preferido es el mojito. Éste se convierte en mi pareja cuando estoy solitaria, y en mi amigo cada vez que aparece alguien… me ayuda a sobrellevar una suerte de deshonra cuando tenía quince años que me dejó una inquietud permanente. Sólo vagas ráfagas retumban en mi memoria, imágenes fugaces y difusas de un posible abuso, que me sumergen en la confusión, la inseguridad y el vacío.

El barman ya me conoce bien, y yo a él. A veces, se acercan algunos “mosquitos” frecuentadores del lugar más que yo, anhelando asaltar a alguna mujer atractiva, sensual y sexy. Pero ellos saben cómo soy, determinada y selectiva, y ya no insisten en hablarme si no se los permito; estoy en terreno conocido. De vez en cuando, llega algún varón que atrae mi total atención… Me gustan de estatura media alta, viril, robusto, de sonrisa provocativa, ojos juguetones, labios carnosos y frescos. Cuando lo descubro, busco la forma de acaparar su interés, le observo fijamente, le sonrío con mesura y fácil provocación. Entonces, se sienta a mi lado y pide algo de beber. Lo primero que hago es llevar la bombilla del mojito a mi boca, la presiono en mis labios con suavidad… Mientras el dulzor de la menta y del ron enlodan mi paladar, con mirada anhelosa, lo recorro lentamente de arriba a abajo; al ir de regreso hacia su rostro, me detengo descaradamente a la altura de su ingle, algo que no puedo evitar. Al percatarse, me mira, sonríe; yo juego con la bombilla, boca entreabierta. También le sonrío, desvergonzada, entablamos conversación; más bien, es una aventura de coquetos estímulos.

         Mi cuerpo ha ingerido suficiente alcohol, todo se vuelve risa, fulgor y calor. Acercamientos suaves, pausados, susurros electrificantes al oído, manos desinhibidas que se atreven a tocar zonas un poco más íntimas, como la entrepierna, besos profundos y provocadores. Con mi intimidad sintiendo cosquilleos estimulantes, lo invito a mi casa.

         Basta con abrir la puerta para que las manos se sobrepasen indecentemente al rozar y tocar lo que resta por tocar… la respiración agitada, besos jugosos y ansiosos; mi zona íntima, ya húmeda, arde en deseo por su bulto firme y ardiente. Busco su desnudez, lo desvisto a ciegas para sentir el hervor de nuestra piel, en una danza desenfrenada. Tendido en la cama, quito su última prenda, mojada, tibia… Monto sobre él para encontrar nuestros aposentos, comenzamos a movernos sin cordura, con desenfreno, encabritados; deslizo mi lengua por todo su cuerpo, subo y bajo, bajo y subo, hasta que su mástil penetra en mí dando inicio al viaje más alocado de la noche; brincos enardecidos, constantes jadeos excitados que van in crescendo más y más, como las notas más agudas de un violín, ¡más! y ¡más! Todo sube, todo se intensifica, y entro en el estado más placentero. ¡Sí! ¡Gritos sin tapujos! Gritos enlazados hasta su máxima expresión, pierdo mis sentidos en un placer extremo, sofocante, delirante, ¡y llego a la cumbre más alta del planeta y más allá! ¡Y más allá! ¡El gozo como una descarga atómica! ¡Incontrolable! ¡Suspendida! ¡Perdida en la infinitud donde mi cerebro se apaga momentáneamente! …

Luego, viene el descenso progresivo, recuperando la consciencia; caigo sobre él, sobre su piel, la respiración se relaja, estoy exhausta. Hace calor, mucho calor, su piel y mi piel se adhieren de tanta transpiración… sonrisas, satisfacción, encanto. Tengo sed, mucha sed, es momento de bajar de la montaña rusa.

         Es sábado, el invitado, como uno de tantos, se marcha. La noche envolvente ya se desvanece. Los deseos fervientes culminan, pero, sin duda, se reactivarán con la llegada de un nuevo viernes.

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