Vieja de mierda, por Alejandra Truffello

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Está triste la Lucy. Me mortifica ver su cara de pena. No quiero que llore por mi culpa. Ella cree que no la recuerdo, pero hoy sé bien quien es, es mi hermana. Mañana, puede ser mi mamá o una intrusa en la casa.

Me pinta las cejas con un pulso muy irregular. Siempre le digo, Lucy no te olvides de pintarme las cejas y los labios. Siento el sabor de sus lágrimas en mi boca y escucho los garabatos que murmura cuando intenta perfeccionar el maquillaje.

Después de pintarle los labios y dejarla como un mamarracho, a la Carmen se le ocurre orinarse. Ya no tengo fuerzas, estoy casada. Necesito que alguien venga a ayudarme, ya casi no me la puedo cuando la levanto de la silla, y eso que esta flaca como un cachorro abandonado.
Otra vez al baño. Hoy tiene un mal día. Carmen recién te lavaste, sal del bidet. Está obsesionada, es tercera vez que se sienta para asearse. ¡Carmela es suficiente! A veces no la soporto, me gustaría que se muriera de una vez, así ambas dejamos de sufrir. No duermo y a penas como. ¡Todo el día pendiente de ti mujer!

No estés triste Lucy. Dime: ¡vieja de mierda! Sí, así nomás, sin asco, ¡vieja de mierda! Lo tengo más que merecido, no voy a enojarme. Grita también, pedazo de estorbo humano, desgraciada Carmen, me tienes como una esclava. Soy un estropajo de pellejo, una vieja de mierda, y eso te pone triste hermanita.

Me tapo los oídos, ya no quiero escucharla, se queja y da pequeños gritos desesperados, estoy tan aburrida de ti Carmen. Dónde se fue tu garbo, esa mujer desafiante y fuerte. Te veo y me pareces tan patética, alejada a esa gran señora. Todos corrían por ti carmelita y hoy, mírate, sentada curcuncha, media ciega, con la mente en blanco, esas pantorrillas de huesos, una muñeca vieja que no recuerda quién es. ¡Cállese!, ¿qué me mira con esa cara?, ¿quién es usted? ¡salga, salga de aquí! ¿cómo entró?, ¡váyase!, llamaré a la policía. Ay, Carmen, soy tu hermana, la que te limpia el trasero y te da de comer. Se quedará afónica nuevamente, con la garganta desagarrada por esos alaridos.

Cada día es peor. Al principio sentía compasión por la Carmen, pero ahora lo único que me preocupa es que me la pegue, sí, esa enfermedad del olvido. Me lavo las manos después de tocarla y uso una mascarilla todo el tiempo, por eso no me reconoce y me grita que me vaya, que pretendo robarle. No, no quiero que me pase a mí también, terminar hecha una vieja de mierda. Ayer, me costó recordar la dirección de la casa, tuve que salir a ver el número en la entrada. Tal vez ya estoy contagiada y así empieza el mal, con pequeños olvidos.

¡Ay, Carmen! ¿Qué vamos a hacer? Muy pronto seremos dos desconocidas, bajo el mismo techo.

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