Estoy balanceándome en el columpio que los wincas pusieron para los niños. En la plaza central se anuncia el número de habitantes: 70 personas. Los últimos en Ukika, así se llama mi pueblo.
Como paisaje un muro.
Antes el mar abierto. Hoy la construcción de un puerto.
Nosotros, los habitantes del agua en la tierra de los hombres. “El eslabón perdido de los homínidos”… así nos llamó el estúpido de gringo que pasó por aquí, así nos llamaron los curas de ojos claros que nos dieron frazadas llenas de viruela. La muerte en los invasores blancos, con sed de oro y petróleo.
Ahora el muro en construcción por la sed del negocio del pescado, de los barcos de turistas y todo eso.
Solo nos queda el recuerdo de la danza, de la lluvia, del nacimiento, de la muerte. ¿Y del agua? Su recuerdo en mi piel. El recuerdo de los baños, de la pesca con mi madre, de mi abuela, de mis hijos y nietos.
Mi corazón llora. Mi piel vieja de tristezas, de tanto dolor gratuito por ser del sur de los Sures.
¿La lengua? En cantos, en recuerdos, en el fogón. El fuego que nos denomina siempre prendido. ¡Aquí estoy! Grito. El humo lo demuestra. Mis hermanos. ¡Aquí estamos! ¡Seguimos vivos! La rabia profunda me eleva a mis cantos compartidos, a mi grito ahogado, a mi indefensa posición.
Soy la más vieja. Ya me voy con mis recuerdos y mis cantos. Los jóvenes me observan. ¿Qué será de ellos? Elevo mi voz. Imploro a mi madre y a mi abuela. Es mi turno. Ya me voy. Así lo dice la tradición. Me alejaré y con las estrellas pintadas en mi cuerpo en puntitos blancos, volaré.
Soy la última yagán.
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